jueves, 6 de noviembre de 2014

EL PROFETA DE PATMOS.



"Una rara sensación embarga a los espíritus cuando el amor se ausenta: se nota sórdido el espacio vacío. Así será la Tierra cuando la semilla de la nueva vida desaparezca, de manera temporal, de la faz de este planeta. La gente notará en falta algo, y se dará cuenta tarde."
                             AQUELLOS QUE SON

El Hombre nació libre, con el signo de lo infinito sobre su destino, independientemente de los márgenes aparentes del nacimiento y de la muerte, entre los que transcurre una fase del aprendizaje de su Espíritu, a la que él llama Vida o existencia. Dios le creó a su imagen y semejanza, pero él ha elegido ser como es y seguir por el camino oscuro. Y eso es lo que no puede ser.
La Esencia Divina, siempre justa y equitativa, pero, también siempre misericordiosa, hace casi dos mil años, quiso avisar a los componentes de esta generación del riesgo que corrían, si perseveraban en su proceder inicuo siglo tras siglo. El cambio de Ciclo estaba próximo a llegar y de ellos dependía que fuera natural, indoloro y armónico, o fuertemente traumático. Es la alternativa que suele repetirse en el devenir de esta célula del Cosmos, y el ser humano tiene la prerrogativa de elegir.
Los Mentores de este Sistema Solar, sabedores de que en cada final de Ciclo suele haber un enfrentamiento entre el Bien y el Mal, quisieron ofrecer a los hombres de este planeta, con anticipación, un conocimiento que les permitiera decidir, libremente, en qué bando querían militar, ateniéndose después a unas consecuencias, que también se les iban a mostrar mediante ciertos escritos proféticos lo suficientemente impactantes y atrayentes, como para llevarles a reflexionar, y ponerles en situación de averiguar la Verdad, pudiendo siempre elegir ellos, qué les convenía.
Hacía falta un hombre de la Tierra, capaz de transcribir en aquella época las profecías concernientes a los hechos a suceder en los Tiempos Finales de esta Humanidad. Se eligió a Juan, como el más idóneo. Posiblemente, era una misión que ya le aguardaba, desde que Jesús le dijo a Pedro: “Si yo quiero que éste se quede hasta que yo venga ¿a ti qué?” (Juan, 21, versículo 22).
Juan Evangelista nació en Galilea, en el siglo primero de la Era Cristiana. Hijo de Zebedeo y Salomé, y hermano de Santiago el Mayor, había sido discípulo de Juan el Bautista y después, de Jesús el Cristo. Enviado por los cristianos de Jerusalén a Samaria, curó milagrosamente a un cojo de nacimiento. Fundó y dirigió las Iglesias de Asia Menor, a las que van dirigidas, en principio, sus cartas apocalípticas. Fue en su destierro de la Isla de Patmos donde escribió el Apocalipsis. Regresó a Éfeso entre los años 96 y 98, y falleció durante el reinado del emperador Trajano.
El título de su libro “Apocalipsis” se deriva del griego y significa “Revelación”. La “revelación de esa verdad escondida”, hecha a Juan, precisaba su intervención directa, su implicación en los hechos que él mismo iba a presenciar y escribir, para que sus relatos simbólicos estuvieran emotivamente impregnados y pudieran impresionar a la gente del futuro, haciendo el mensaje atractivo y excitante para todos los intérpretes de los tiempos posteriores.
Los Guías Angélicos, siguiendo las instrucciones de los Mentores de este Sistema Cósmico, y con la intervención personal del Genio Solar, Cristo, y del Genio Planetario, Jesús, dieron unas explicaciones al apóstol, mostrándole un vídeo con las imágenes de los traumáticos hechos finales, los cuales constituyen el contenido más importante del Apocalipsis.
El profeta pudo ver los hechos futuros reales, escribiéndolos, según le indicaron, de una forma simbólica, emotiva y cautivadora, capaz de despertar un interés secular por sus revelaciones apocalípticas, que la tutela divina mantendrá incólumes, a salvo de la campaña desvirtuadora tradicional.
Juan escribió su libro y lo ofreció al mundo a través de las Iglesias, perpetuándose en todas las épocas, hasta llegar al tiempo de hoy, cercano al final de todo. Es indudable que ejerce un importante influjo sugestivo, dentro de su mensaje dramático, pues encierra un gran consuelo y esperanza, por la redención final de los Justos y el triunfo del Bien sobre el Mal. Los eventos apocalípticos pretendían despertar a los dormidos, sacudir a los perezosos, impresionar a los inicuos, para que, sintiendo en sus propias carnes los efectos de sus actos, tuvieran oportunidad de reflexionar y cambiar sus actuaciones.
Pero, el tiempo de advertencia transcurrido, ha pasado estéril. Ahora, el Hijo del Hombre viene del Cielo, igual que ha sucedido en anteriores generaciones. Lo que antes ocurrió, volverá a ocurrir de nuevo en el alba de este tiempo. Esta es la última vez que sucede, pues las Escrituras del Cielo son siete, y, escritas ya todas, debe llegar el Juicio Final, y una selección. Lo que el vidente llama en su libro: “la primera resurrección”. Es el momento en que Jesús vendrá a la Tierra con su esplendor celeste y mostrará, no sólo su gloria y poder, sino su Justicia. Muchos son los que se han convertido en semillas del Mal y, a pesar del terror que les golpeará, no querrán frenar el malvado instinto que habrá de ir a extinguirse fuera de este orbe, “en el estanque de fuego con lluvias de azufre”.
El hombre, ha creído que podía despilfarrar su herencia natural y hacer agonizar impunemente su morada terrena. Pero, igual que los restantes seres de los tres reinos de la Naturaleza, está sujeto a una Ley Cósmica que no puede rehuir ni violar, sin provocar un gran trauma. Porque la Naturaleza, en sí misma, tiene en todos sus planos un código de supervivencia. Cuando el hombre efectúa agresiones sobre ella, responde con movimientos de fuerza contraria, intentando equilibrar lo desarmonizado. Dispone para ello de unos elementos primordiales que, en la lengua del Cosmos, se llaman Zigos, los cuales actúan de forma automática, autocorrectora, cuando se produce un atentado en el aire, en el fuego, en el agua o en la tierra. Este automatismo corrector causa inmediatamente enormes cambios, que afectan en primer lugar a los causantes de la desarmonía, los hombres irresponsables.
Todo ello lo contempla el Apocalipsis, un relato impresionante por el vigor de las imágenes que presenta, espléndido por su extraordinaria simbología totalmente en consonancia con las realidades actuales, y sobre todo, por su increíble fuerza espiritual. Presentado como una epopeya divina que había de desarrollarse en la posteridad, cuyos personajes asumirían en su momento, el tiempo actual, sus respectivos papeles.
Este libro del Evangelista Juan es la predicción de todo lo que había de suceder en los últimos tiempos, apoyada en una serie de visiones proyectadas en el “mar de vidrio”, o pantalla audiovisual gigante, de un material parecido al cristal, situada en una de las naves angélico-extraterrestres, donde él se vio como formando parte de los eventos futuros.
La revelación de Juan describe, ante todo, el tremendo deterioro psico-físico que precederá al advenimiento de la nueva generación del Tercer Milenio, y la forma divina en que se resolverá, para dar entrada a un nuevo mundo de Fraternidad y Paz.
Es evidente que la obra del Mal ha llegado a destruir, en la mayoría, el amor y el deseo de caminar hacia la sabiduría y las cosas del Espíritu. Su forma de operar ha sido tan nefasta, que nadie se podrá salvar de los efectos justicieros de los elementos desencadenados, los jinetes apocalípticos, excepto los Elegidos y sus seguidores. De nada ha servido, para esta generación de impíos, el alertar a las 7 Iglesias, el abrir los 7 Sellos, el resonar de las 7 Trompetas y el mostrar la impregnación de las 7 Copas. Ahora, no queda más tiempo. El Juicio está, pues, por celebrarse, y cada hombre obtendrá su veredicto.



No hay comentarios:

Publicar un comentario